A guitarrazo limpio (Fragmento)

A guitarrazo limpio (Fragmento)

A continuación comparto un fragmento del relato de mi autoría «A guitarrazo limpio», perteneciente a la colección de cuentos inédita «Como chivos sin ley».

Desde antes de llegar al Cabaré —sí, así sin “t” al final— supe que algo no iba a salir bien. No por nada me dicen el Trágico. Dicen las lenguas, buenas o malas, que ando siempre viendo cosas donde no hay, oyendo vainas que nadie más oye, sintiendo otras que nadie más siente y, en fin, que mis fokin corazonadas casi siempre dan en el clavo. «Dame lo’ maldito número del loto», me dicen a cada rato, por lo regular tras cumplirse uno de mis presagios… La noche era inusualmente tranquila para un viernes por la noche. Es más, demasiado tranquila para cualquier noche en el Barrio Caribe. El aire se sentía pesado, como si anduviera con un yunque a cuestas. Cualquier otro viernes por la noche las bocinas de todas las casas y colmadones hubieran competido por romper el récord Guiness de decibelios establecido el día anterior. En el recorrido, que no es mucho, aunque vi otras personas transitando las calles, me parecían faltos de vida. Zombis. El barrio hacía alusión a algo así como Resident Evil, pero después del ciclón. A pesar de todo, a los panas les dio por juntarse y hacer un corito interno en el Cabaré, como le decimos de cariño a la casa de la Loba. La noche no estaba de nada. Sumanífica. Aparte de que la jevita con el maldito gadejo revuelto me había quitado las ganas de compartir un romito con los panas de toda la vida. Hasta me dijo que no le había bajado, pero a golpe de falsos positivos ya no le funciona el embuste. Jodió tanto que tuve que mandarla pal carajo. Tarde, pero seguro, decidí unirme al coritín con los muchachones y muchachonas.

«Llegó el gobernao», gritó la anfitriona volteando la cara hacia atrás al salir a abrir la puerta de la galería. Le costó entrar la llave en el candado de la puerta de hierro, pero lo logró. «Dame banda», dije al entrar. Volvió a cerrar la puerta de hierro con candado, aunque esta vez dejó la de madera que da a la sala abierta. Quedaba una tercia de guitarra —y no de las que tienen cuerdas— cuando llegué. Como de costumbre, el grupo estaba reunido en la sala. Ese era nuestro punto de encuentro. A pesar del calor que siempre hace, esa sala es para nosotros lo que el Cubil Felino para los Thundercats, el Salón de la Justicia para los Super Amigos, La Torre Stark para los Vengadores… ¿Me entienden, verdad? Esa sala, y de eso estoy seguro, contiene un pasadizo secreto al infierno. ¡Vale, qué maldito calor hace ahí! De modo que me fui preparando mentalmente para aguantar el calentón. Saludé a todos, y de todos tuve que aguantar algún chistecito malo sobre mi relación con la tóxica aquella. Lo peor no es aguantar callado y hacerse el chivo loco, reírse incluso, lo peor es la maldita risa de Dre: da más cuerda que un liceísta cuando pierden las Águilas. Busqué sitio donde sentarme mientras veía la silueta de la Loba rumbo a la cocina y se perdía entre las sombras. Me tocó el mueble. Como casi siempre soy el último en llegar me toca con frecuencia el mueble. El maldito mueble. Hecho de un maldito cuero rojo que de tan sólo verlo da calor. Ubicado debajo de un maldito abanico que es puro ornamento. Muy bonito, pero nada de fresco. Encima, por más que le habíamos dicho, pedido, sugerido, y hasta exigido a la anfitriona que quitara el maldito plástico que cubría el susodicho mueble jamás nos hizo caso. La creta, algún valor sentimental debe tener el mueble ese, porque la maldita siempre se hace la chiva loca desde que se lo mencionan. Recién me senté vi que la Loba volvía de la cocina con las dos manos ocupadas. «Toma, si e’ que te dejan, bebé», dijo mientras me extendía un vaso foam con hielo, mucho romo y nada de mariconerías, como sabe que me gusta. A lo sumo, un limoncito. Las ganas de beber eran pequeñas, pero la tentación enorme. Cogí el vaso y me embiqué de él como el más montro.

Repasé los rostros presentes: la Loba, Indira, Nico, el Rubio, el Comando, la Kari, la Flaca, Dre, el  Fellón… Pipo, sólo faltaba Elale, o quizá ya había pasado a tirar la selfi. Porque ese llega, tira una selfi grupal y se va. Si así es como singa… Le hice seña a Nico, que no hay quien le quite el control de la música en ningún sitio, de que pusiera un chin de salsa. Ese tuntuntún de ahora no lo paso mucho. Es por la edad, dicen las lenguas. Parece que también estaba en eso, por suerte. «¡Cómodo!», fue la respuesta. Ufff, cuando se pone de rosca izquierda no hay quien lo entienda (por gago y por terco). Me paré y prendí el abanico. Fue como una venta de gato por liebre donde quien vendía y compraba era yo mismo. No ombe. Volví a sentarme. Cerré los ojos. Me di un largo trago de ron. Sentí el líquido frío calentarme la boca y recorrer despacio la garganta. ¡Qué delicia! Volví en mí cuando en vez de ron sorbí hielo. «Ponte pa’ mí», le dije a la Loba mientras remeneaba en el aire el vaso vacío. «Sí, mejor ponte tú la otra guitarra», me respondió. Puse la cara seria y eché hacia atrás la cabeza. Elevé el dedo índice hasta señalar el cuello, arrastrándolo luego de extremo a extremo mientras mi boca lanzaba un pitido sincronizado con el movimiento de mano. «¿A mí?, ¿a mamá? Yo no cojo esa, maldito negro. ¿Tú cree que e’ agua bendita que bebemo aquí? Manda a bucar esa guitarra que va una abajo, y hablamo el lune», dijo remeneándose como culebra. Me reí a todo pulmón, imposible no hacerlo. Con el dinero que tenía debía aguantarme hasta el día de cobro, pero se lo pasé todo para que resolviera. Peor que un pico caliente nada.

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